Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Prosiguiendo nuestras catequesis sobre el Padre Nuestro, hoy nos detenemos en la tercera invocación: «Hágase tu voluntad». Debe leerse en unidad con las dos primeras, «Santificado sea tu nombre» y «Venga a nosotros tu Reino», para que juntas formen un tríptico: «Santificado sea tu nombre», «Venga a nosotros tu Reino», «Hágase tu voluntad».
Antes de que el hombre cuidara del mundo, Dios cuidaba ya incansablemente al hombre y al mundo. Todo el Evangelio refleja esta inversión de perspectiva. El pecador Zaqueo se sube a un árbol porque quiere ver a Jesús, pero no sabe que, mucho antes, Dios había ido a buscarlo. Jesús, cuando llega, le dice: «Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa». Y al final declara: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lucas 19, 5.10). He aquí la voluntad de Dios, la que pedimos que se haga. ¿Cuál es la voluntad de Dios encarnada en Jesús?: Buscar y salvar lo que está perdido. Y nosotros, cuando rezamos, pedimos que la búsqueda de Dios tenga éxito, que se cumpla su plan universal de salvación, primero en cada uno de nosotros y luego en todo el mundo. ¿Habéis pensado lo que significa que Dios me busque? Cada uno de nosotros puede decir: «Pero ¿Dios me busca?». «Sí, ¡Te busca!» «Me busca».
Dios no es ambiguo, no se esconde detrás de enigmas, no ha planeado el futuro del mundo de una manera indescifrable. No, Él es claro. Si no lo entendemos, nos arriesgamos a no entender el significado de la tercera frase del Padre Nuestro. En efecto, la Biblia está llena de frases que nos hablan de la voluntad positiva de Dios hacia el mundo. Y en el Catecismo de la Iglesia Católica encontramos una colección de citas que atestiguan esta voluntad divina fiel y paciente (cf. n. 2821-2827). Y San Pablo, en la Primera Carta a Timoteo, escribe: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (2, 4). Esta, sin lugar a dudas, es la voluntad de Dios: la salvación del hombre, de los hombres, de cada uno de nosotros. Dios con su amor llama a la puerta de nuestro corazón ¿Por qué? Para atraernos, para atraernos a Él y llevarnos adelante por el camino de la salvación. Dios está cerca de cada uno de nosotros con su amor, para llevarnos de la mano a la salvación. ¡Cuánto amor hay detrás de todo ello! Así, rezando «hágase tu voluntad», no estamos invitados a bajar servilmente la cabeza, como si fuéramos esclavos. ¡No! Dios nos quiere libres; y es su amor el que nos libera. El Padre Nuestro es, de hecho, la oración de los hijos, no de los esclavos; sino de los hijos que conocen el corazón de su padre y están seguros de su plan de amor. ¡Ay de nosotros sí, al pronunciar estas palabras, nos encogiéramos de hombros y nos rindiéramos ante un destino que nos repugna y que no conseguimos cambiar! Al contrario, es una oración llena de ardiente confianza en Dios que quiere el bien para nosotros, la vida, la salvación. Una oración valiente, incluso combativa, porque en el mundo hay muchas, demasiadas realidades que no obedecen al plan de Dios. Las conocemos todos. Parafraseando al profeta Isaías, podríamos decir: «Aquí, Padre, hay guerra, prevaricación, explotación; pero sabemos que Tú quieres nuestro bien, por eso te suplicamos: ¡Hágase tu voluntad! Señor, cambia los planes del mundo, convierte las espadas en azadones y las lanzas en podaderas; ¡Que nadie se ejercite más en el arte de la guerra!» (cf. 2, 4).
El Padre Nuestro es una oración que enciende en nosotros el mismo amor de Jesús por la voluntad del Padre, una llama que empuja a transformar el mundo con amor. El cristiano no cree en un «sino» ineludible. No hay nada al azar en la fe de los cristianos: en cambio, hay una salvación que espera manifestarse en la vida de cada hombre y de cada mujer y cumplirse en la eternidad. Si rezamos es porque creemos que Dios puede y quiere transformar la realidad venciendo el mal con el bien. Tiene sentido obedecer a este Dios y abandonarse a Él incluso en la hora de la prueba más dura.
Así fue para Jesús en el Huerto de Getsemaní, cuando experimentó la angustia y oró: «¡Padre, si quieres, aparta de mi esta copa, pero no se haga mi voluntad sino la tuya!» (Lucas 22, 42). Jesús es aplastado por el mal del mundo, pero se abandona confiadamente al océano del amor de la voluntad del Padre. Tampoco los mártires, en su prueba, buscaban la muerte, sino el después de la muerte, la resurrección. Dios, por amor, puede llevarnos a caminar por senderos difíciles, a experimentar dolorosas heridas y espinas, pero nunca nos abandonará. Estará siempre con nosotros, cerca de nosotros, dentro de nosotros Para un creyente esto, más que una esperanza, es una certeza. Dios está conmigo. La misma que encontramos en esa parábola del Evangelio de Lucas dedicada a la necesidad de rezar siempre. Jesús dice: «¿Dios no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto». Así es el Señor, así nos ama, así nos quiere. Pero, yo tengo ganas de invitaros, ahora, a rezar todos juntos el Padre nuestro. Y los que no saben italiano, que lo recen en su idioma. Vamos a rezar juntos.
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