Queridos hermanos:
Este chico no puede hablar, es mudo, pero sabe comunicar sabe expresarse. Y tiene una cosa que me hizo pensar: es libre, indisciplinadamente libre. Pero es libre. Y me hizo pensar a mí, yo soy también libre así delante de Dios. Cuando Jesús dice que tenemos que hacernos como niños, nos dice que tenemos que tener la libertad que tiene un niño delante de su padre. Creo que nos predicó a todos este chico. Y pidamos la gracia de que pueda hablar.
Hoy concluimos nuestro itinerario a través del decálogo y lo hacemos a modo de recapitulación. En primer lugar, brota en nosotros un sentimiento de gratitud a Dios, que nos ha amado primero, y se ha dado totalmente sin pedirnos nada a cambio. Ese amor invita a la confianza y a la obediencia, y nos rescata del engaño de las idolatrías, del deseo de acaparar cosas y dominar a las personas, buscando seguridades terrenales que en realidad nos vacían y nos esclavizan. Dios nos ha hecho sus hijos, ha colmado nuestro anhelo más profundo, siendo él, él mismo, nuestro descanso.
Al liberarnos de la esclavitud de los deseos mundanos, podemos así recomponer nuestra relación con las personas y con las cosas siendo fieles, generosos y auténticos. Es un nuevo corazón, inhabitado por el Espíritu Santo, que se nos da a través de su gracia, el don de unos deseos nuevos que nos impulsa a una vida auténtica, adulta, sincera.
Cristo da cumplimiento a la ley, porque, desde la perspectiva de la carne, el decálogo con sus prohibiciones es una condena, un titánico esfuerzo para ser coherentes con la norma. Sin embargo, esa ley vista desde el Espíritu nos muestra el camino que nos conduce a la vida verdadera. Una feliz simbiosis entre nuestra alegría de ser amados y el gozo de Dios que nos ama.
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